El atleta británico Derek Redmond, era uno de los favoritos para ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992. A pocos metros de la meta, en las semifinales de 400 metros, un tirón en la parte posterior de la pierna derecha lo paralizó y obligó a arrodillarse en la pista.
A pesar del dolor, lágrimas y frustración, se levantó para terminar la carrera. Con pequeños saltos sobre el pie izquierdo, reinició su tarea. Luego, el apoyo del brazo de su padre lo ayudó a cruzar la meta. Inmediatamente, fue ovacionado por 65.000 emocionados presentes en el Estadio Olímpico de Montjuic.
La vida es una carrera que se debe concluir. Vivimos momentos de alegría y también de sufrimiento. El abandono, la traición, la infidelidad, el maltrato, la humillación, la vergüenza, la enfermedad, la muerte causan un profundo dolor. No podemos quedarnos llorando y arrodillados ante la crisis. De nada sirve culpar a otros, justificarnos o practicar la autocompasión. Hay que levantarse y seguir la ruta trazada hasta cruzar la meta. Tal vez algunos quieren vernos en el suelo. Otros esperan que nos pongamos en marcha para apoyarnos hasta obtener la victoria. Un grupo más numeroso desea vernos cruzar la meta y ovacionarnos.
La mujer adúltera, de la que cuenta el apóstol Juan, me la imagino en el suelo llorando, humillada, acusada y avergonzada. Jesús la levantó, no sé si con su mano, pero seguro que sí, con sus palabras. “Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie, sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.” Juan 8: 10 -11. No sería fácil iniciar una nueva vida luego de semejante escándalo, mas con el apoyo del Maestro pudo enfrentar las críticas y acusaciones.
La línea de meta de Jesús era el Monte Calvario y no se detuvo en el camino, quejándose por la traición de Judas, la negación de Pedro, lo pesada de la cruz o el dolor por los latigazos. Cumplir el propósito de Dios era la motivación para no detenerse. ¿Te imaginas qué sería de nosotros si se hubiera rendido?
El apóstol Pablo sabía que no podía sumergirse en lamentos por una vida de sufrimiento; conocía el final. Le escribió a Timoteo lo siguiente: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.” 2 Timoteo 4: 6 – 8.
¿Tropezaste y caíste? Llora, grita, expresa tu enojo, desahógate. Luego levántate, seca tus lágrimas y levanta la cabeza. Dios cree que puedes concluir tu carrera. ¡Adelante!

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